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Un sueño horrible

(A Mariano Íñigo)

Fotografía de Josean de Miguel para 'Un sueño horrible'

Una vez tuve un sueño horrible.

Yo ya no era yo.
O al menos a mí, no me lo parecía.
No era mío aquél rostro extraño
que mostraba el burlón espejo.
Ni mías esas manos expropiadas.

Vi de pronto mi pelo teñido de canas,
cubiertos mis ojos por niebla,
labrada de arrugas mi frente.
Yo ya no era yo. Era él.

A él, no le sonaba el teléfono.
Aquél monstruo sonoro calló sin más
y fue encogiendo poco a poco,
hasta desaparecer en la nada.

Su ausencia se llevó también
viejos éxitos, antiguos halagos,
nuevos proyectos, recientes ideas,
y dejó tan sólo, el silencio.

Al poco, desapareció su viejo amor.
Estar, estaba. Podía oír su risa.
Y recorrió cada habitación de la casa,
vacía de muebles, rellena de nada,
gritando su nombre, buscando su sombra,
para encontrar tan sólo
humor de paredes blancas.

De pronto la risa cesó.
Sonó el timbre de la puerta.
Cuando abrió, allí estaban ellos.
Policías, secretarios, cerrajeros,
emisarios a sueldo del desahucio impagado.

Le empujaron, le echaron a la calle.
Tuvo que correr. Y corrió.
Corrió como un loco huyendo
de los ladridos, de los aullidos,
de los tintineos, de las risas…

Cuando la persecución cesó,
cayó a plomo la noche
y se hizo de nuevo el silencio.

Se acostó en la soledad de un parque,
sobre la cama de un banco
con sábanas de cartón
y pulcras mantas de nieve fina.

Fue entonces cuando me dormí
y tuve un sueño horrible.

Mala Sombra – (Foto-relato)

Foto de un león de piedra con catedral al fondo, de Josean de MiguelSe despertó lentamente. Muy lentamente. Se estiró con desgana, desprendiéndose de la pereza con un rugido leonino. Tras unos instantes de confusión, comenzó a recordar. Había pasado la noche al raso, luchando por conciliar el sueño sobre un colchón de adoquines helados. Y cuando se despertó temblando bajo el león de piedra de la Catedral, le dolía todo su ser.

Olía a orines secos. Pensó que, tal vez, algún beodo había aprovechado la oscuridad de la noche para desocupar su vejiga sobre el león de piedra. Y también sobre él, invisible a los vidriosos ojos borrachos. Confirmó su sospecha al descubrir una mancha de humedad sobre el pavimento, que le recordó la silueta dibujada en el suelo de un cuerpo inerte tras el delito.

Comenzaba a clarear y debía espabilarse. Estirarse un poco y orear aquél olor con la brisa de la mañana. Aún tuvo que esperar un buen rato hasta que por fin lo vio. Con el primer rayo de sol, la sombra se escurrió bajo el hombre del sombrero.Foto de la sombra de un hombre con sombrero, de Josean de Miguel

Debería de haberse fijado mejor antes de elegir, pero ya era tarde. El hombre del sombrero se tambaleaba, su cabeza se bamboleaba sin control y sus pies tropezaban a cada paso en los adoquines del pavimento.

La sombra se desesperaba tras el hombre del sombrero. Le obligaba a caminar oscilante, torpe, trabona. De cuando en cuando, el hombre del sombrero se detenía e intentaba orientarse, pero enseguida reanudaba su deambular y la sombra debía seguirle gateando con desgana. Pero sobre todo con rencor. No podía dejar de pensar que quizá fuese aquél hombre quien le había orinado encima en un desahogo nocturno.

La sombra no podía más. Las piernas le temblaban, el estómago le daba vueltas y la cabeza le zumbaba como si tuviese dentro una central eléctrica. Así que, en cuanto pudo, abandonó al hombre del sombrero. Lo hizo de un saltito, al descuido, en un pis-pas. A fin de cuentas, el hombre del sombrero no le echaría en falta.

Foto de un reloj de sol, de Josean de Miguel

¡Se estaba tan a gusto bajo la aguja del reloj de sol! Al menos allí estaba recta, pero sobre todo, segura. Los relojes de sol son muy formales. Con ellos ya sabes a lo que vas. No hay sorpresas. Movimientos suaves, pausados, cadenciosos… Sin sobresaltos. Pero hay que reconocer que es un trabajo monótono. El sol será deslumbrante, si. Pero va a lo suyo. Y el reloj de sol, tres cuartos de lo mismo. El caso es que acabas cayendo en su círculo vicioso.

Después de un rato, la sombra estaba ya aburrida. Pero mucho. Así que en cuanto pasó la señora del abrigo, no se lo pensó dos veces y la siguió. ¡Por fin! ¡Qué ganas tenía de moverse un poco!

Foto de la sombra de una mujer, de Josean de Miguel

La señora del abrigo andaba. Pero andaba mucho. Y caminaba con un andar nervioso de pasitos cortos. Debía de estar de compras. Al menos eso pensó la sombra porque, a cada paso, la señora se detenía frente cualquier escaparate. Lo miraba todo con curiosidad mientras se mordía las uñas, inquieta, intentando decidirse. Pero no. Y caminaba de nuevo con el titubeo de sus cortos pasitos.

Destrozada, la sombra perseguía a la señora del abrigo e intentaba disimular el hormigueo que sentía bajo las plantas de los pies. ¿Cómo podía la buena señora andar con aquellos zapatos de aguja? Cuando volvió a zumbarle la cabeza, se decidió. Seguiría a quien primero pasase. Y quien primero pasó fue una cigüeña. ¡Qué bien! Con ella se daría una vuelta por el campo y descansaría un poco los pies.

Foto de una cigüeña en su nido, de Josean de Miguel

En cuanto la siguió, dejaron de dolerle los pies. Pero empezaron a dolerle las patas. Luego las alas. Y después de un rato, hasta el pico. En eso no había pensado. ¡Qué manera de volar! ¿Cuándo pararía? Y de campo, nada. La cigüeña recorrió la ciudad de punta a punta.

Cuando la cigüeña se posó, la sombra no sentía ya ni las patas, ni las alas, ni el pico. Y fue a posarse donde las cigüeñas suelen posarse. En el nido más alto sobre el campanario de la Catedral. La sombra miró hacia abajo. Allí seguía el león de piedra. La meada no pudo distinguirla desde tan alto.

¡Qué vértigo! ¡Y qué asco! La cigüeña comenzó a dar de comer a su polluelo un bicho repugnante. ¡Y crudo! Por si fuera poco, ya era media mañana y comenzaron a sonar las campanas de la Catedral. ¡Las doce! A la sombra volvió a zumbarle la cabeza, miró de nuevo hacia abajo y saltó.

Foto de caminantes bajo las murallas, de Josean de Miguel

No. Las sombras no se suicidan. Pero tenía que habérselo pensado mejor antes. Una caída desde tan alto no perdona. En cuanto la sombra tocó el suelo, se hizo añicos. Y se vio de pronto bajo una anciana trípeda con bastón. Y bajo una pareja de novios que discutían, y dos policías municipales anotando matrículas (y euros), y un caniche ladrador y un enjambre de críos jugando al fútbol.

Las sombras estaban reventadas. Intentaron reunirse todos los pedazos bajo una sombrilla, pero no hubo manera. Menos mal que tuvieron suerte. Uno de los críos salió a la carretera tras el balón y un coche pegó un frenazo. Al jaleo acudieron la anciana, los novios, los municipales, los críos y hasta el caniche. Todos se arremolinaron en torno al chaval y bajo el corrillo salvador se reunió la sombra.

Foto de una joven tumbada, de Josean de Miguel

Fue lo mejor de todo el día. La sombra decidió seguir a una joven parada que se unió al corrillo. La joven parada no tenía prisa. Era una joven parada, pero muy parada. Había pasado media mañana en la oficina del INEM buscando inútilmente un empleo. De vuelta a casa curioseó un instante en el corrillo y enseguida se dirigió a las escaleras de la Biblioteca Municipal. Decidió sentarse allí y tumbarse bajo el sol del mediodía que poco a poco la fue adormeciendo. La sombra se escondió bajo la joven, acunándola, hasta que también ella se adormeció. Había sido un día muy largoooooozzzzz.

Despertó de pronto la sombra, sobresaltada. Sin comprender el mundo. Tardó un buen rato en despabilarse y cuando lo hizo, la joven parada muy parada había desaparecido. La calle estaba desierta. Buscó a alguien a quien seguir, bajo quién caminar. Pero no había nadie.

El día se había nublado.

Foto de señal y espejo de tráfico, de Josean de Miguel

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